Corrían los años 90 del siglo XIX cuando el joven Toribio, castellano de nacimiento, llegó a la parroquia de Cobas en el desaparecido Ayuntamiento de Serantes y se puso a trabajar en las galerías de la mina de oro existente en la parroquia. Pasado algún tiempo, Toribio formó familia con Carmen, una vecina del lugar de Rajón, con la que tuvo siete hijos. A pesar de las presiones del cura del lugar ni Carmen ni Toribio sintieron la necesidad de consagrar su unión. Criaron a sus siete hijos con todo el cariño que les podían dar y las carencias propias de la época que les tocó vivir. Eran muy apreciados por sus vecinos por ser gente trabajadora y honrada, menos por uno ¡el cura! Éste no opinaba lo mismo y les tenía prohibida la entrada en su iglesia, así cómo a sus vástagos, supongo que por ser la prueba irrefutable de su pecado. En los años 30 llega a Cobas un nuevo sacerdote, joven él, oriundo de Neda y que al poco de tomar posesión del cargo también lo tomó de una moza que era hija de un tendero con la que mantuvo una relación conocida por toda la parroquia. La similitud de su relación y la de Toribio no mejoró el estatus de apestado para la iglesia del minero castellano y su familia.
El de la sotana, quizás para darle mayor importancia a su ministerio y de paso acojonar un poco a la crédula gente del lugar, preparaba junto con su hermana y su compañera sentimental, unos paseos nocturnos representando el paso de “almas en pena”, que más tarde le reportarían unos buenos beneficios económicos en donativos para que, con sus poderes oratorios, alejase de la parroquia a tales “almas”.
En los años cuarenta Toribio deja este mundo cruel. Pero no así el cura, al que el buen señor le otorgaría unas cuantas décadas más de vida para que continuase su labor evangelizadora con las pobres gentes de Cobas… Y, éste no tuvo mejor ocasión para poner a cada cual en su sitio. El del minero, por orden del santo varón, no era otro que una fosa fuera del camposanto pegada a un pequeño muro que rodeaba la iglesia y el cementerio sin señal alguna que indicase que allí reposaban los restos de Toribio. En lo que sí tuvo buen cuidado el de las sayas fue en que la tumba estuviese colocada de tal forma que quien fuese al cementerio no tuviese más opción que pisar sobre ella ¡Venganza divina! Sin duda.
Con el tiempo el túmulo fue cubriéndose de maleza, maleza que nadie osó cortar como homenaje a Toribio. Sólo su viuda y sus hijos acudían por difuntos a arreglar el lugar… el tiempo y las necesarias ampliaciones del cementerio hicieron desaparecer todo rastro del minero castellano.
